Odet y las otras, de Proyecto Obs-Cenus (Espacio inestable, Valencia. 10 de diciembre de 2019) | por Óscar Brox
En el principio hay una cama, un poco de luz y unas palabras para ponernos en contexto; en realidad, más que palabras, se trata de un mantra. De una voz que teje una cadena, un hilo de tiempo, a partir de los numerosos sinónimos con los que la Historia ha identificado a la prostituta. Meretriz, hetaira, fulana, furcia… Cuántas palabras para describir una vida estigmatizada, reducida a un pequeño espacio escénico que el juego de luces acompaña durante la breve pieza creada por Anna Albaladejo. Primera sorpresa: la Odet del título es un títere manipulado por la misma Albaladejo. Ante eso, cualquiera podría pensar en un ejercicio de distanciamiento, de la misma manera que determinadas narraciones requieren de una persona interpuesta. Sin embargo, resulta justo señalar que su creadora busca más subrayar la extrañeza, la singularidad de ese personaje, precisamente por su condición marginal dentro de una sociedad que la ha mantenido encerrada en su propio gueto. De ahí, tal vez, esa sensación de que uno no puede despegar la mirada del títere; como mucho, se atiende a esa dialéctica entre la artista y su criatura, a ese acompañamiento ininterrumpido en el que cada movimiento, cada gesto, arrastra un pedacito de una historia anónima que su autora ha decidido volcar sobre el escenario.
De María Magdalena a Irma la Dulce, la figura de la prostituta surca el imaginario cultural y se acomoda a las funciones sociales de cada siglo como una parte más. Otro eslabón. En Odet y las otras, el relato tiene un trasfondo crepuscular, en tanto que la prostituta vieja apenas si puede rememorar un tiempo que se ha esfumado entre desconocidos, entre bajos instintos, altas pasiones y el paisaje portuario en el que siempre se atisba un horizonte, pero, también, la insatisfacción de no poder rebasarlo. En sus primeros compases, Albaladejo convierte a Odet en una estatua, al patio de butacas en un espejo en el que se refleja toda una coreografía de gestos, de deseos extintos, en los que la memoria del cuerpo de Odet recuerda viejos placeres, viejos anhelos, viejas glorias. Gestos cada vez más mecánicos, hasta paródicos, que su autora asume con una cierta melancolía, quizá también compasión, necesidad de trasladar ese cariño hacia una figura olvidada. Segunda sorpresa: a medida que avanza la obra, uno constata que el retrato de cámara, casi minúsculo pero sincero, convive con un ensayo de cariz social. A través de los fragmentos grabados en vídeo, nos acercamos no solo a determinadas particularidades de la prostitución, en su vertiente geográfica y religiosa, en su función social y urbana, sino que también se pone en cuestión el estigma con el que carga un oficio (incluido, en efecto, la idea de clasificarlo como oficio).
Albaladejo no se acerca a su personaje, es su personaje. En un gesto hermoso, le presta su cuerpo y sus manos, sus piernas y su voz, para tejer los movimientos del títere. Para darle vida y, por así decirlo, reconocerla. Para marcar sus brazos, sus piernas, con esos reproches que, como la letra escarlata, excluyen y marginan, rechazan y condenan, colocando a cada cual bajo la lente de aumento del juicio moral. Y es bonito, en ese sentido, que la autora no caiga en morales ni en moralismos, que deje hablar, hasta mirar, a su personaje y respirar por unos minutos más allá de ese tiempo estanco en el que ha quedado atrapada. Oculta. Sin nada mejor que la represente en la sociedad. Como aquella Jeanne Dielman de Chantal Akerman, condenada a repetir día tras día una misma rutina, en su piso del Quai du Commerce, mientras la vida transcurre fuera de esas cuatro paredes y el encuadre claustrofóbico con el que se filma se ansiedad vital.
En Odet resuena el eco de otros tantos personajes, de otras tantas historias, convenientemente sintetizadas por Anna Albaladejo en ese títere de mirada lánguida que nos enseña los pechos con ese aire de gloria fugaz, de placer efímero. También, de gesto político. Porque cuando la sociedad lleva a cabo ese proceso invisible de exclusión, el último territorio que queda es el del propio cuerpo. Y en verdad resulta sorprendente que todas estas cosas se hallen comprimidas en una obra tan corta, tan intensa y, a su manera, tan acogedora. En el último tercio late una idea programática, vinculada a la Organización de Trabajadoras Sexuales y sus reivindicaciones sociales, pero creo que la poesía, la belleza y la verdad se encuentran en esa relación única que entabla sobre el escenario Anna Albaladejo con Odet. En ese respeto, en su forma de mostrarnos la mirada del títere, de animarla y concederle una voz, para que podamos escuchar, como tantas otras veces, esa clase de historia que no tardará en desvanecerse. Perdida en la trastienda de nuestro tiempo.